October 10, 2007
Lo único bueno que hizo mi padre en su vida, fue tener una hermana. Noemí era la menor de cinco hermanos, la única niña, la hija bastarda de una madre anónima y de un abuelo Marcos que nunca conocí.
La tía noemí era una sonrisa. Siempre la vi vestida con un guardapolvo celeste y el pelo en permanente. Se pasaba la vida metida en esa cocina de muebles turquesa haciendo arroz con leche, o lo que fuere, pero en cantidades industriales. Su cariño también era industrial, a todos nos escandalizaba que bañase a su único hijo, aunque Humberto ya estuviera más que entrado en la adolescencia, para ellos no era más que eso, cariño.
La cara de la tía era blanca, suave y flácida, decorada por la luz inocente de una vida maltratada pero llena de indulgencia, cara de lo que otros llamarían santidad.
Cuando la tía cayó al hospital por que no pudo ganarle la partida al cáncer, yo ,con mis 15 años, decidí dejar de verla. No quise ver cómo perdía esa permanente semi cana, cómo su rostro redondo se angulaba con el avance de la muerte. Preferí quedarme con las botellas individuales de Coca Cola que me regalaba cuando me sentaba a no-tocar el piano de su living. Con ponernos de rodillas frente a su María Auxiliadora gigante y cambiarle las flores, con subir a su terraza que coronaba la bahía de Valparaíso, con las fiestas de año nuevo que nos regaló allá arriba, mirando los fuegos artificiales que florecían sobre el mar, con ella gritando " que vivan los novios!" en su propia celebración bizarra para escapar del dolor.
Yo no fui a su funeral y tampoco sabría donde dejarle flores. Tengo esta botella de vidrio que dice Coca Cola en mi mano, me concentro un poco y la temperatura del vidrio la trae, ella viene y se sienta sin ningun ruido a mi lado, hermosa, risueña